Notas sobre una exposición
En octubre de 2011 tuve la oportunidad de curar en el espacio de arte de la Fundación OSDE, La diversidad de lo moderno. Arte de Rosario en los años cincuenta, una exposición panorámica que, tal como su título lo indica, pretendía dar cuenta de los grupos y artistas que en ese momento cenital estaban empeñados –independientemente de sus perspectivas y convicciones– en producir cambios sustanciales en los lenguajes y técnicas de las artes visuales.
Así me puse en contacto con numerosas personas, entre ellas, Dorita Schwieters, esposa de Jorge Vila Ortiz, un artista señero y relevante en el despuntar del arte abstracto, que había muerto hacía varios años, y que, después de una intensa actividad expositiva en la década del cincuenta y a pesar de que su producción plástica continuó desarrollándose, no volvió a exponer sus obras hasta que, en 1981, Rubén de la Colina lo convocó como Artista Invitado del XV Salón Anual de Artistas Plásticos en el Museo Municipal de Bellas Artes “Juan B. Castagnino”.
En oportunidad de la muestra de OSDE, impactado por la obra de un artista que a pesar de su significación en la historia del arte de la ciudad era poco conocida, decidí incluir varias pinturas de las cuales una resultó, finalmente, ser la imagen de la exposición. A partir de allí tuvimos varios encuentros en los que Dorita hablaba muy vivamente del viaje a Europa que juntos habían realizado en 1950 y de las alternativas experimentadas a su regreso: Roma, donde Jorge inició sus experiencias con la cerámica; París con su impresionante oferta cultural y las dificultades propias de la posguerra; y entre las tantas relaciones, el vínculo con el escritor Julio Cortázar con quien compartieron el viaje de ida y con la pintora islandesa Vera Zilzer con la que intimaron en el viaje de regreso a Buenos Aires.
Cuando en el transcurso de 2018 los responsables de la Galería Diego Obligado me propusieron realizar la curaduría de una exposición, no dudé en elegir la obra de Jorge Vila Ortiz. Dado que en la búsqueda de materiales documentales encontré una crónica periodística en la que se habla de “Los Días Van”, un poema dedicado por Julio Cortázar al matrimonio Vila Ortiz, el título de la exposición se fue definiendo, y así, en función del recorte elegido, la misma estaría encabezada por las bellas palabras del escritor.
Ese relato me puso en la pista de las cartas que Cortázar enviara a los Vila Ortiz mientras residían en Roma, entonces consideré que las mismas eran sobradamente iluminadoras y condensadoras del viaje como un aspecto central de la formación estética del artista y que sobre este asunto debía girar el ensayo que acompañase la selección de obras.
Se trata de unas treinta pinturas y collages, en su mayoría inéditos, que a pesar de no tener títulos y fechas podemos inferir que fueron realizados mayoritariamente en la década del cincuenta y parcialmente en los sesenta y que por tal motivo abarcan un amplio y ecléctico registro formal: en primer lugar, una geometría emparentada a veces con el arte concreto y otras con el poscubismo –y por lo tanto aquí con algún grado de iconicidad, mínimo por cierto–; en segundo término, una abstracción lírica con recursos gestuales; finalmente, unos pequeñísimos collages en clave neo-dadaísta que exhiben claramente el carácter lúdico y humorístico que campea en gran parte de su producción.
Obras que, al margen de toda ortodoxia y fuera de cualquier prejuicio estético o teórico, rebasan los límites entre figuración y abstracción y, a su vez, entre las variantes de esta última.
Dorita no hablaba sobre su propia obra ni la mostraba; tampoco sé si la conservaba pero en su momento había ejecutado los tapices abstractos que su marido había presentado en exposiciones acompañando cerámicas en la misma clave de estilo. En nuestras conversaciones se refería esencialmente a las situaciones que había vivenciado con Jorge y a los personajes que habían conocido.
Estos testimonios orales junto a los libros y tarjetas que habían conservado de ese viaje inicial –que con el paso del tiempo adquieren un carácter básicamente documental acerca de lo leído, lo visto y lo vivido– y también junto a las obras, son las fuentes que convergen en la redacción del escrito que acompaña la muestra: “Bitácora de viaje: Cortázar y dos jóvenes pintores”; título que además es un tácito homenaje a estos últimos.
A mediados del año pasado, nos encontramos con Florencia de la Colina y conversamos sobre la obra de Jorge Vila Ortiz y por lo tanto tuvo mucho que ver con la materialización de esta nueva muestra que será, después de los avances presentados en 2011, un nuevo descubrimiento. A ella y fundamentalmente a la familia del artista mi agradecimiento.
Los Días Van
Los días van como las olas y los cantos, //
su rubio viento y sus profundos verdes por las olas cambiantes. //
En uno de ellos queda una bahía, en otro //
un pánico de estrellas o delfines, //
mientras un tiempo nuevo y sigiloso //
con noches de distinto meridiano //
filtra sus cuerdas pálidas por los compartimentos //
y se mezcla con el vino que bebimos. //
Un viaje, oh dulce pena en la raíz del cuerpo //
que juega con sí mismo a ser igual, constante, //
y a despertar distinto cada día, bajo cielos novísimos.
Para Dorita y Jorge, una noche de pintura y canzonettas en el Mediterráneo.
Julio, 21/1/50
Bitácora de viaje: Cortázar y dos jóvenes pintores
En la contratapa de un volumen dedicado a la correspondencia de Julio Cortázar se cita un texto de 1942 que puede leerse como una “declaración de principios” largamente sostenida: “Odio las cartas literarias, cuidadosamente preparadas, copiadas y vueltas a copiar; yo me siento a la máquina y dejo correr el vasto río de los pensamientos y los afectos”.¹
Una concepción sobre el género epistolar que puede aplicarse, sin demasiadas mediaciones, a las realizaciones visuales de Jorge Vila Ortiz,² un artista con el cual el escritor mantuvo una breve pero intensa relación, y cuyas formas y materialidades muestran desde el principio, y también de una manera constante, el carácter desinhibido y espontáneo que corresponde a la actitud experimental; esa persecución brutal de lo nuevo que según Theodor Adorno³ imponía a los artistas modernos ensayar procedimientos inesperados cuyos efectos eran difíciles de prever y que por tal motivo sorprendían a sus autores y, con una fuerza aún mayor, conmovían a sus audiencias.
Tal lo que ocurre con las pinturas de Jorge Vila Ortiz que –suponemos– también navegan en “el vasto río de los pensamientos y los afectos” y que, como productos de una actitud de estudio y curiosidad intelectual pero también de una realización desprejuiciada y fluida, llegan a nuestros días interpelando, con la misma fuerza que lo hicieron en el pasado, a las sensibilidades del presente.
Alberto Carlos Vila Ortiz evocó esos vínculos amistosos a través del manuscrito de “Los Días Van”, el poema que Cortázar dedicara a sus tíos, Jorge y Dorita, el 21 de enero de 1950 en el Mediterráneo, poco antes de arribar a su primer destino europeo. Poema que en su recuerdo yuxtapone con una fotografía de ese mismo año en la que Cortázar y Dorita aparecen de espalda, presumiblemente en Florencia, mientras buscaban el Palacio Pitti.⁴
Vale señalar que los “jóvenes pintores”, como los llama Cortázar en una de sus cartas, se habían embarcado en Buenos Aires, al igual que el escritor, en el conocido navío Conte Biancamano, y, a partir del vínculo que había surgido durante la travesía, compartieron parte de la estadía en Italia.
Inmediatamente después, instalados en Roma, cuando Cortázar se dirigió a las ciudades del norte de la península y luego a París, entablaron una sugestiva correspondencia que ilustra sobre los itinerarios y experiencias de viaje, sobre las vivencias cotidianas en la Europa de posguerra, sobre las atracciones culturales y las preferencias estéticas.⁵
El 6 de marzo, Cortázar les envió la primera de estas cartas en la que relata el interés suscitado por los murales y las series pictóricas vistas en Ravenna, Padua y Venecia, arrojando así una sugestiva y previsible valoración –típicamente modernista– de los pintores de la baja edad media como Giotto o cuatrocentistas como Vittore Carpaccio y Giovanni Bellini frente a los más tardíos y conocidos Tiziano, Tintoretto y Veronese.
Noticias mías. Ravenna magnífico. Lamento discrepar con ustedes sobre Padova: me pareció una señora ciudad, y pasé 24 h. espléndidas. El Giotto de la Arena es sin duda muy superior –para mí– al de Asís. En cuanto a Venecia, pasé 5 días fabulosos. Me mudé a 3 hoteles hasta sentirme cómodo. Gran confirmación: CARPACCIO. ¡Qué pintor! La serie de San Jorge en la pequeña iglesia, y la de Santa Úrsula en la Academia, me dejaron boquiabierto. Me sorprende que ustedes no me lo mencionaran. ¿O lo hicieron y yo me olvidé? Cambio los 3 “grandes” (Tiz, Tint y Veronés) por 1 pincelada de Carpaccio. Giovanni Bellini también me gustó.⁶
Luego, a renglón siguiente, narra el “estupendo” viaje de Venecia a París y el impacto que le produce el trazado y los cambiantes panoramas de esta última, sus espacios de sociabilidad, sus reservorios capaces de albergar el arte de todos los tiempos y, al mismo tiempo, las realizaciones modernas que de los impresionistas se extienden hasta los exponentes de las primeras vanguardias recuperados después de la guerra por museos y galerías.
Me cuesta transmitirles una idea de esto, porque yo mismo estoy aplastado bajo la acumulación de sensaciones y experiencias. Como ciudad es la cosa más perfecta posible. Los panoramas se suceden unos a otros de manera increíble (ahí está el talento de los grandes urbanistas) y los espectáculos, la vida de los cafés y las calles, la iluminación nocturna, son inagotables. Como mera muestra vaya esto: ayer pasé 4 horas en el Museo del Impresionismo. Salas enteras llenas de Renoir, Cézanne, Monet, Sisley, Van Gogh… sale uno como si le hubieran dado de palos. Y decir que me falta el Louvre, que es un mundo… Hay música a montones (ya me desquité de 2 meses de ayuno sonoro, con 3 conciertos). En las galerías exponen Braque, Matisse. Notre-Dame y la Sainte Chapelle están ahí, a 2 pasos de mi hotel. En fin, la locura.⁷
El 29 de marzo y dado que en breve sus amigos se desplazarían hacia la capital francesa Cortázar se explayó pormenorizadamente sobre los precios de los hoteles, comidas y transportes, las entradas a los cines, teatros y museos, pero también volvió a insistir sobre aquello que lo había impactado y que ahora, habiéndolo experimentado, podía recomendar: las iglesias –Notre-Dame, Saint-Séverin y Sainte-Chapelle–, los museos –del Louvre, del Impresionismo, de Arte Moderno, Guimet–, barrios como el Marais con la Place des Vosges en la rive droite y el Quartier Latin en la rive gauche, Champ-Elysées “para ver el gran París” y Montmartre.
También, un pequeño viaje en metro para llegar a Vincennes y otro en tren para arribar a Chartres y admirar su maravillosa catedral. Pero más allá de estas didácticas indicaciones la carta aporta una observación que ilustra sobre preferencias compartidas en Italia:
Ya veo que están aprovechando magníficamente su tiempo, y que Bizancio los posee en cuerpo y alma. Yo les aseguro que cuando vi Ravenna, Padua y Venecia, descubrí que era un bizantino traspapelado en el tiempo.⁸
Sesenta años después, Dorita narraba impresiones del viaje y las alternativas inmediatamente posteriores con una intensidad inusual y todo hace pensar que el mismo tuvo para ellos un carácter iniciático: el contacto con Cortázar, la estadía en la Farnesina con becarios y estudiantes extranjeros, la aproximación de Jorge a la cerámica con un maestro de la Garbatella, los vestigios del pasado y las manifestaciones del presente; una narración caleidoscópica en la que alternaba el asombro por las restricciones del París de posguerra –“donde desayunar con manteca era un exceso de optimismo”– con la fascinación que le provocaba ver en los museos “el color de un Monet”, “el dibujo de un Picasso” y “la textura de un Braque”.⁹
Durante el tiempo que los Vila Ortiz permanecieron en Roma no sólo recorrieron monumentos y colecciones, también compraron libros y tarjetas con fotografías de obras que ilustran, al menos en parte, sobre sus intereses y predilecciones.
Se destacan entre sus adquisiciones el primer volumen de Le Scuole della Pittura Italiana¹⁰ dedicado al arte comprendido entre los siglos VI y XIII y el primero de L’Arte Italiana¹¹ que abarca desde los orígenes cristianos hasta el período románico y tiene en su portadilla la firma de Dorita Schwieters de Vila Ortiz y una inscripción manuscrita que indica, entre otros señalamientos que atestiguan su lectura, Roma 1950.
Junto a estos y otros textos que en buena medida confirman la observación de Cortázar sobre la seducción del mundo bizantino se conserva una colección de tarjetas postales, o al menos una parte de ella, que ratifican las visitas a las iglesias de Santa María y Santa Cecilia en el Trastevere, próximas a su hospedaje en Roma, al Mausoleo de Galla Placidia, la Basílica de San Vitale y San Apollinare en Ravenna y la Basílica de San Zeno en Verona.
Pero además del interés de los Vila Ortiz por el arte paleocristiano, bizantino y de la alta Edad Media, otros libros¹² y tarjetas muestran la reiterada fascinación moderna por los primitivos del centro y norte de Europa y por los pintores italianos previos al Renacimiento, por el arte de otras civilizaciones y, desde ya, por todo el ciclo del arte moderno que se inicia con los artistas del siglo XIX y los impresionistas y culmina con los ismos del XX llegando a los expresionistas abstractos norteamericanos y los informalistas europeos.
En una carta dirigida a Jorge el 6 de abril, Cortázar se refiere a la reciente producción del artista y su conocimiento del movimiento italiano del presente, poniendo nuevamente sobre la mesa su admiración por los primitivos de Alemania, los grandes artistas modernistas y la reciente abstracción lírica cultivada en París por Hartung y otros pintores.
Lo felicito por saber que está pintando. Retrato de la muerte es un gran nombre para un cuadro, y no dudo que el cuadro será digno de tan alta empresa. Veo que se conoce usted todo el movimiento de la pintura viva en Italia, y por mi parte le anuncio que en París se ven cosas estupendas. Ayer estuve en la exposición de Max Ernst, y en una galería donde entre otras pavaditas había 5 Picasso, 5 Braque y 4 Paul Klee.
Los abstractos –a quienes dedican ustedes sus más mefistofélicas sonrisas– son aquí una realidad muy seria. Ya lo verán personalmente cuando vengan. Les señalo solamente un nombre: Hans Hartung. ¡Viva lo abstracto… cuando es bueno! Además de esto hay una muestra de primitivos alemanes que es para retorcerse por el suelo y lamer los felpudos.¹³
Pero la carta no sólo ilustra sobre las fascinaciones y obsesiones de Cortázar sino que en uno de sus tramos advierte sobre las percepciones de esa nueva pintura abstracta que exigen, necesariamente, recapitular sobre las obras y biografías de sus amigos rosarinos; ya que así como estudiaron en Roma –a través de textos y reproducciones fotográficas– el arte bizantino antes de conocerlo en Ravenna, también llegaron a Europa con conocimientos y experiencias a partir de las cuales observaron y adoptaron muy selectivamente los diversos capítulos de la historia y las novísimas expresiones del presente.
Dorita recordaba muy vivamente que conoció a Jorge en La Basurita a la que calificaba de modo enfático y taxativo como “el lugar para ir a pintar”,¹⁴ aludiendo así a la atracción que producía en la comunidad artística rosarina –sobre todo en las franjas políticamente más comprometidas del espectro moderno– ese extraño y miserable paraje situado en el sur de la ciudad.
Poco tiempo antes, hacia 1945, Jorge había abandonado sus estudios de medicina para dedicarse a la pintura, relacionándose inicialmente con el escultor Nicolás Antonio de San Luis y después con el pintor Leónidas Gambartes, con quien mantuvo una prolongada amistad.
Durante los años 1948 y 1949 –al igual que Dorita– concurrió regularmente al taller de Ricardo Sívori que desde comienzos de la década del cincuenta desarrolló, en el marco de diversas actividades grupales, una propuesta artística centrada en lo que denominó la “síntesis plástico realista”. Una combinación de representación y especulación plástica pura que remiten al poscubismo de André Lhote dado que Sívori había estudiado en Buenos Aires con la escultora Cecilia Marcovich y esta, a su vez, había asimilado en París la propuesta del conocido maestro.
Como se puede observar, una cadena de sucesos y personajes suficientemente significativos desde el punto de vista estético e ideológico como para definir inicialmente la inclusión de Jorge en las filas de los nuevos realismos y, poco después, en las del surrealismo; movimiento que desde 1939 experimentaba expansiones en América debido al estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Así, luego de realizar numerosos apuntes sobre el paisaje de las periferias rosarinas Jorge se internó muy precozmente en la insólita imaginería del surrealismo y posiblemente por la poderosa sugestión de los dibujos oníricos de Gambartes y por el uso del automatismo arribó a conclusiones abstractas.
Realizaciones cargadas de lirismo y espontaneidad que después se complementaron con la adquisición de los juegos formales del poscubismo ensayado en el taller de Sívori. No en vano, cuando los Vila Ortiz se instalaron en París, visitaron el estudio de Lhote al que consideraban como una suerte de ancestro y adquirieron la cuarta edición en francés del Tratado del Paisaje publicada recientemente,¹⁵ entre otros textos sobre creadores modernos.¹⁶
En las décadas del cuarenta y del cincuenta la Editorial Poseidón había publicado en Buenos Aires varios tratados de pintura y ensayos sobre arte moderno entre los cuales no sólo figuraba la traducción que Julio E. Payró había realizado del texto de Lhote sino también Universalismo Constructivo,¹⁷ la colección de lecciones del maestro uruguayo Joaquín Torres García.
Si bien estos volúmenes conservados por los Vila Ortiz en su biblioteca permiten una aproximación a los conocimientos adquiridos antes del viaje también hay otros indicadores a considerar. Uno de ellos es la realización en Buenos Aires de una exposición de pintura francesa donde se exhibieron obras de los nuevos abstractos como, por ejemplo, Atlan, Le Moal, Manessier, Pignon, Tal Coat, Van Velde.¹⁸
Según un crítico de la época, Oscar Herrero Miranda –un pintor con quien Jorge tuvo vinculaciones y a quien se atribuye la realización, en ese mismo 1949, de la primera obra abstracta en Rosario– había quedado “impresionado ante las obras de Van Velde y, en modo particular, por Manessier.”¹⁹
Otro indicador es –quizá también a partir de la amistad con Gambartes– la lectura de Universalismo Constructivo, que habría aproximado a Jorge a los planteos de Torres García como se puede observar en algunas obras y particularmente a partir de la amistad que tanto él como Dorita mantuvieron, ya a su regreso de Europa, con un importante referente del taller del maestro: Julio Uruguay Alpuy.
Prueba de esa amistad, que seguramente tuvo su momento más intenso entre 1953 y 1957, fueron los bordados sobre arpilleras que Dorita ejecutó a partir de cartones de Alpuy tal como lo hacía con los diseños de Jorge y que sitúan la obra de este último –o al menos una zona de la misma– en la esfera de una poética en torno a los soportes y materiales compartida con los miembros del taller de Torres García.
No sabemos a qué artistas los Vila Ortiz dedicaban –como dice Cortázar– sus “más mefistofélicas sonrisas” pero, cuando se instalaron en París, continuaron asimilando con voracidad todo el ciclo del modernismo y seguramente procesaron con rapidez las alternativas de la nueva pintura abstracta.
Tampoco sabemos qué estaba pintando Jorge en Italia –más allá del título de una obra con resonancias existenciales– pero quizá en los últimos tramos de la estadía en la península o más probablemente a partir del establecimiento en París desarrolló una serie de abstracciones informalistas.
Se trata de experiencias desplegadas, fundamentalmente, en libretas de viaje con tintas y aplicación de papeles –boletos de exposiciones, periódicos, fragmentos de mapas, entre otros materiales impresos en francés– que debieron resultar lo suficientemente significativos como para que el artista los conservara hasta su muerte.
Por entonces, el arte abstracto tenía en París sus salones y galerías, sus críticos y revistas, y, por supuesto, sus artistas.²⁰ Un variado y extenso conjunto de creadores de diversas nacionalidades que cultivaban alternativas centradas en el gesto, el signo, el color, la materia o el espacio; una nueva manera de concebir y producir que se extendía por diversas regiones del mundo y que era designada de diferente manera según las geografías, los escenarios artísticos y culturales –París, Nueva York– y los términos propuestos por la crítica.²¹
Muy posiblemente, siguiendo el consejo de Cortázar,²² Jorge y Dorita acudieron al artista peruano Fernando de Szyszlo quien, radicado allí desde 1948, podía guiarlos con rapidez por la compleja red de galerías y museos donde no sólo exponían los representantes del arte nuevo sino también emblemáticos creadores de la vanguardia histórica, ahora celebrados luego de las proscripciones padecidas durante la guerra y la ocupación alemana.
A partir de estos itinerarios podemos suponer que si los primeros pudieron oficiar como una poderosa sugestión, los segundos debieron producir –dada la radicalidad y la autoridad con que estaban investidos– un impacto que se extendió largamente en el tiempo.
Si se observan las obras producidas por Jorge al regresar al país –en su mayoría pinturas realizadas al agua sobre papeles de pequeño formato– es posible advertir las afinidades con algunos artistas de la nueva Escuela de París, pero fuertemente y de un modo prácticamente constante, las huellas de figuras de los grandes movimientos previos a la Segunda Guerra como Klee,²³ Miró, Picabia o Torres García, por citar las más visibles; y si inicialmente los planteos del concretismo y fundamentalmente del poscubismo orientaron una obra que devenía en los carriles de una geometría de corte racional, los aportes de la experiencia informalista siguieron gravitando con fuerza a través de gestos y caligrafías, movimientos de color y de textura desplegados casi siempre en los lindes de una abstracción lírica que fue la constante de toda su producción pictórica.
Aunque Cortázar previera en una de sus últimas cartas una breve estadía del matrimonio Vila Ortiz en París y se despidiera, ya pronto a partir hacia la Argentina, con un “hasta –¡ay!– Buenos Aires”,²⁴ estos permanecieron en Europa hasta 1951.
Ese año se instalaron en la capital del país y al final del mismo regresaron definitivamente a Rosario donde Jorge participó de la gran expansión modernista que –durante los años siguientes, y prácticamente por espacio de una década–, cambió notablemente el panorama de la ciudad.²⁵
Pero este es otro capítulo de la historia.
Marzo 2019