Rapado
13 abr 2023
Existe una satisfacción inmediata y directa en trabajar con lo que se tiene a mano. El lápiz ya imprime una marca sobre el papel y desde el primer momento va configurando una imagen por medio de trazos transparentes que se superponen. El material acaricia apenas la hoja y le añade un peso y un brillo casi imperceptible. Su sedimento se va acumulando capa tras capa dando cuerpo a las formas y dotándolas de volúmenes de tonos cambiantes.
Los personajes autorreferenciales de los dibujos de Diego Vergara no tienen esa desnudez ligada a la exposición ante el otro propia del erotismo, sino que está vinculada al autoconocimiento.
Esos cuerpos, íntegros, alterados o desarticulados, aunque aparentan ser blandos se plantan contundentes ante la mirada. Siempre se muestran en toda su extensión dejando oculto solo aquello que el mismo soporte deja fuera del cuadro en un anhelo de continuidad.
Existe una franqueza y una seguridad que transmite serenidad. Un despliegue contenido y calmado marcando cada una de las piezas. Se aprecia ternura y hedonismo, pero al mismo tiempo una profunda seguridad.
Los seres extraños se van repitiendo y deambulan por entornos cuyo único indicio de espacio posible es una escueta línea de horizonte, algunas eventuales piedras o las ramas de los árboles.
Son entes en un perpetuo devenir que se arman y desarman conforme pasan las hojas.
Algunos hasta llegan a confundirse con su entorno o se disuelven con el fondo. Hay dedos separados de manos y pies, cabezas sin cuellos y torsos sin extremidades. Cada cual guarda su propia lógica secreta. Algunos se palpan o aprietan ellos mismos o a sus dobles. Otros se pliegan sobre sí como una masa. Sus superficies a veces son pulidas y brillantes, pero en otras ocasiones se cubren de marcas, borrones o grafismos como venas bajo una piel transparente.
Ciertos personajes se acarician con manos exageradamente grandes, como si agudizaran los sentidos. Parecen querer sentir el propio cuerpo, dimensionarlo en toda su errática y difusa extensión. Un clima de ensimismamiento domina todas las escenas. Las posiciones de reposo, los ojos cerrados o la mirada pensativa confirman este estado de reconocimiento y afirmación de su propia identidad. Son colosos contemporáneos que cargan con su propio peso cuyas figuras se desvanecen, se re acomodan y se vuelven a armar.
La alteración del color y la forma son herencias afectuosas de la vanguardia pictórica. Sin embargo, los nexos con la pintura de todas las épocas no se agotan ahí sino que se rastrean en un sin fin de guiños inconscientes que Diego toma y retoma, dejando que fluyan orgánicamente sobre superficies blancas o de colores claros. Son cifras que solo una lectura atenta puede rastrear.
Un grupo de dibujos lineales pintados con acrílico plantea un juego libre de curvas y contracurvas.
Son piezas que no están estrictamente atadas a la representación. Parecen rastros de alguna otra imagen, un flujo de ondas sobre la superficie de un líquido o la representación del viento. En este sistema sinuoso de atracción y repulsión, la línea curva implica la esperanza, o al menos la posibilidad, del encuentro consigo misma habilitando la insistencia, la mismidad, el rodeo y la duda.
Marcar un curso, garabatear, tapar y destapar, plegar y desplegar dibujando y re dibujando en el camino parece ser el plan. De esta forma Diego logra desviar la mirada, demorarla, aletargando el tiempo al estirarlo como un chicle. Nos muestra y esconde las cosas simultáneamente, como si de un truco de magia se tratara. Un truco que lleva la atención hacia una parte para ocultar otra que, en esencia, es la más importante.
Gabriel Fernández
Abril de 2023
Texto: Gabriel Fernández















